miércoles, 16 de diciembre de 2015

Movimientos Sociales

Establecida la importancia de los movimientos sociales –del campo popular en general- para entender los cambios ocurridos en América Latina en los últimos años, se abre todo un conjunto de interrogantes sobre su relación con los gobiernos actuales de la región. Y aquí las mediaciones que se establecen varían mucho de acuerdo al caso. Pueden
encontrarse movimientos sociales más o menos alineados a los gobiernos pero otros directamente enfrentados.

Si habría que establecer un rápido corte analítico que permita atravesar las diferencias en América Latina y disponer de una brújula de orientación, se puede decir que entre los primeros se confía en que el avance de un neodesarrollismo en lo económico, la apertura de nuevos espacios políticos, la regeneración del entramado social y un reposicionamiento geopolítico de la región sienten bases para otros cambios de futuro. Entre los segundos, se critica que más allá de cambios se mantiene el modelo neoextractivista como dinámica central de acumulación de capital con consecuencias ambientales serias y notorias, el mantenimiento del carácter modernizante occidental, lo que supone apostar a un proyecto ya globalmente agotado y no apostar lo necesario para abrirse a un nuevo proyecto de sociedad que en la zona andina se identifica como “buen vivir” con un fuerte rescate de la cultura indígena.

Más allá de la tensión entre ambos conjuntos de planteos dentro del campo popular, más allá de que los movimientos sociales no están en esa fase de creatividad y potencia antes caracterizada, más allá de los propios procesos de fractura que se pueden instrumentar desde el campo político para generar bases de apoyo y debilitar las posturas más rupturistas, lo cierto es que sigue existiendo un campo popular activo en América Latina.

¿Cómo se podría caracterizar el caso uruguayo después del 2005?. Si habría que realizar un rápido diagnóstico a partir de una evaluación de conjunto del campo popular, podría decirse lo del comienzo de este artículo: que se vive un fuerte debilitamiento del tejido social, una pérdida del referente colectivo como potencia de transformación y en general una aceptación de lo dado como lo único posible. En el capítulo 9 del libro “Batallas por la subjetividad” (2008), se reconocían desde el título tres escenarios: resignación, cooptación, rebelión lenta. Es posible afirmar que los dos primeros son los que se han afirmado como tendencia mientras la última opción sobrevive en los márgenes.

Por supuesto, esto no quiere decir que no existan expresiones colectivas, que no haya movilizaciones específicas por derechos humanos o contra la instalación de la megaminería, por ejemplo. Pero asumen un carácter puntual no asentadas en la continuidad que dan los movimientos sociales para proyectar demandas, para regenerar subjetividades colectivas de lo alternativo, en suma para impulsar alternativas de sociedad como se mencionó en el apartado anterior.

El debilitamiento del tejido social sugiere variadas causas, algunas incluso de tipo global y de transformación estructural de las sociedades (es decir, que están lejos de ser una cuestión de coyuntura local). Por ejemplo, toda la tesis que sustenta que en el marco de la predominancia global de lo financiero también se está en tránsito a un capitalismo de nuevo tipo que modifica las formas “clásicas” que asumió lo colectivo en el siglo XX. En este artículo no me voy a detener en este tipo de discusión y para el análisis de algunos de esos elementos teóricos y empíricos remito a mi libro sobre enclaves informacionales en Uruguay.

En cambio, interesa marcar, ya en el final, dos grandes ejes que se retroalimentan y que cruzan los dos gobiernos caracterizados como progresistas: la continuidad básica del
formato de inserción pasivo de Uruguay en la Economía-mundo o, lo que es lo mismo, la reproducción del patrón social de acumulación conocido (pero post devaluación del período del presidente Batlle) con sus conocidos sectores del capital beneficiados y una política de despolitización.

El primer punto implica mantener un “clima de negocios” adecuado en la expectativa de recibir cada vez mayor inversión extranjera directa. Esto supone, entre otras cosas, domesticar la conflictividad social y paralelamente recibir los elogios de agentes globales del capital: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, agencias calificadoras de riesgo, empresas transnacionales. Naturalmente, siempre puede surgir algún conflicto localizado aquí y allá con estos poderes globales (una calificación, una exigencia determinada), pero es muy difícil sustentar públicamente que se está ante un proyecto alternativo cuando quienes antes se caracterizaban como enemigos de tales poderes, ahora se posicionan como cercanos a sus planteos generales.
Esto está atado con el segundo punto que es la capacidad de imponer una perspectiva de supuesta neutralidad técnica y pospolítica de la gestión que ha impregnado toda la sociedad. La eficacia de este discurso se asienta en la falsa idea de incontaminados expertos que cuentan con un tipo particular de intervención basado meramente en la movilización de dispositivos y herramientas “técnicas”. Esto es una forma de despolitización.

No solo en el terreno económico se alimenta la idea que existe un saber “técnico” separado de un saber “político” donde no caben trayectorias alternativas de gestión. Numerosos espacios del Estado aparecen cruzados por esta perspectiva. Por ejemplo, cooperación y solidaridad no se construyen cotidianamente en el sentido histórico del siglo XX vinculado a un proyecto político de izquierda y/o a movimientos antisistémicos en general.

La solidaridad suele expresarse discursivamente como una cuestión personal y no colectiva, como moral y desideologizada pero no vinculada a ningún proyecto sociopolítico, como procurando la integración social pero sin bandera alguna. No es preciso insistir que el discurso habitual de técnicos y políticos no desmenuza los mecanismos por los cuales la sociedad capitalista tiende a reproducir trayectorias sociales bien diferentes de pobreza y de riqueza, de trabajadores no calificados y de profesionales, trayectorias delictivas vinculadas a la marginalidad y trayectorias delictivas de cuello blanco. En este sentido, no pocas veces se le atribuye a la educación casi una potencialidad mágica de resolver problemas sociales.


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